Delimbo Gallery. 2016.
Fetiches del hábitat urbano (o vamos a contar verdades).
Texto por Marcos Fernández.

Un transcriptor de símbolos, según las ideas de Mijaíl Bajtín, es capaz de conducirte vectorialmente a lo ideológico, como hereditario reflejo de un escenario incontestable. El signo y el símbolo son un prodigio enmarañado que reflejan y proyectan las complejidades de la urdimbre social y, claro, los cronistas que aspiran hacer de la existencia algo inequívoco, tienden al invento de un espacio incómodo, narrativo y paradójico.

Un espacio que se amplía en función de los hechos y en función de lo que se quiere contar ya que, si hemos de rendir cuentas, que sea mediante un disfraz que no sólo varíe nuestra vestimenta.

Batjin, en su obra “Formas del tiempo y del cronotopo en las novela”, revela las distintas fórmulas que la literatura ha desencadenado para poder narrar. Desde unos clasicistas helenos, pasando por la novela caballeresca y llegando a Gustave Flaubert y León Tolstói, la conexión de las relaciones temporales y espaciales sobre el papel, es un flujo parmenidesco situacional y explícito: los que saben y quieren contar, en función de las cualidades expresivas, necesitarán más o menos amplitud en la mirada y en la superficie que pisan. Gaston Bachelard, en “La poética del espacio”, cae en las mismas sospechas afirmando que “imaginar es ausentarse, lanzarse hacia una vida nueva” como enfoque fenomenológico, descriptivo y anti-hermenéutico de las claves subjetivas.

El otro día, un conocido, sin más intención que comunicar, me explicó que: “La fenomenología de Bachelard no produce, como podría esperarse, un sustituto explicativo o simplemente descriptivo de los esquemas causales de la ciencia sino, por el contrario, un novedoso y eminente estilo de filosofar: el de la poética del espacio”. Al esperarme algo tan trivial como el análisis meteorológico de la jornada, el sorbo de café que justamente tomaba, logró entrar por otro conducto, provocando un espasmo en mi hipocampo y haciéndome entender, de alguna forma, ciertos aspectos de la jerarquía del querer decir.

Apurando esta cadena de alusiones, según la mexicana Luz Aurora Pimentel, contar es “describir un discurso con ciertas características que le son propias, pero, ante todo, es adoptar una actitud frente al mundo […]”. También, según la autora, describir es presentar un objeto mediante la enumeración de sus cualidades, sus elementos cercanos y las adhesiones limítrofes de su propia naturaleza que pueden observarse: es decir, la introducción del artefacto es el alfa y el omega de la representación.

Quizás, en ese sentido y bajo el amparo metafórico del cine, si queremos contar, podemos ocultarnos en la piel de un furtivo e insólito personaje que indague más allá de lo permitido, que tenga el valor de desenmascarar unas ideas que emergen del campo semántico de lo letárgico, que sean capaz de poner sobre una legumbrera de plata un viaje iniciático tan clandestino como profético.

Arkadi y Borís Strugatski, en la novela “Picnic al borde del camino” -transportada a la gran pantalla por Andréi Tarkoswki-, nos alertan de la problemáticas que pueden surgir si te da por hacer una excursión tras los muros de la opacidad. Por eso, la cinematografía, en alguna de sus latitudes, siempre ha hecho lo posible por obsequiarnos con los indicios suficientes como para ser precavidos, a través de la fiscalización narrativa, la imagen poética o unos retorcidos interrogantes. Esa decorosa indumentaria que, con movimiento y en tecnicolor, parece menos gaseosa y más accesible: un sustituto explicativo -o simplemente descriptivo- de los esquemas causales del saber o, por el contrario, un novedoso y eminente modus de filosofar a través de la poética de un espacio tan foráneo como particular.

El caso es que existen cronistas de historias que saben relatar historias, que saben enmascararlas como brújula instintiva de una realidad que aparenta irse por tangente y que, a modo de bumerán, regresa mirando serenamente el reloj.

2.397 días.

Situándonos desde el prisma cronológico, existe otras cuentas al margen de su trascendencia, sin dejar de ser un número como cualquier otro: 2.397 días que son para el cronómetro 57.528 horas exactamente.

Este filo transitorio, nos demuestra el lapso que ha pasado entre dos situaciones: la que conocimos como “New gods, new retables” -en otoño del año 2009- y “Santos, difuntos, dieux et fetiches”, el nuevo coliseo artístico que el extremeño Rorro Berjano nos ha tejido para esta fingida resurrección ya que, para resucitar, es inexcusable morir antes.

En la oscarizada película de Alejandro González Iñárritu “The Revenant”, hay personajes que vuelven a la vida sin tener que sucumbir, pasando por una expiación de supervivencia que roza la prosopopeya espiritual, telúrica y geoantropológica. Si encima ese periplo viene adornado con el hilo sonoro de Ryuichi Sakamoto y Alva Noto, el despertar puede tener la equivalencia de un “Hola, ¿qué hay de nuevo?”.

Para eso, el íntimo lugar de Delimbo Gallery, se presenta como soporte para que el artista nos describa sus agudezas. Un receptáculo que funciona como apéndice o dilatación del pretérito y une de forma dúctil dos polos que, separados por casi siete años, son el cauce de un viaje de ida y vuelta (“De ida y vuelta” fue el nombre de la exposición que Rorro Berjano realizó en el Centro Cultural San Jorge, en Cáceres, en el año 2007, donde ponía en manifiesto su inclinación por el éxodo migratorio, la articulación mecánica de lo insular y la dimensión espiritual de un destino).

El aquelarre y las musas.

En la obra de Hendrick van Balen titulada “Minerva y las nueve musas”, nos encontramos con un armonioso eneálogo donde, las nueve supuestas hijas de Zeus y Mnemósine -diosa de la memoria-, tocan música insinuando tímidamente del poder prosaico que nos procura a veces el hedonismo, como si nos diéramos cuenta de que la tertulia mistérica y animista, va más allá de una antediluviana caza de brujas, bajo un paraguas sonoro de cítaras, liras, orlos, laúdes, vihuelas y violas de gamba.

La carga autoritaria de los elementos de poder, disipan las dudas sobre qué quiere contarse, sobre todo cuando el canal parte de una mezclas profanas, espiritualmente secularizadas y encubiertas, a modo de ecumenismo múltiple, a modo de bisagra sociológica (y ángulo antropométrico) que apunta al motín de una emulsión mestiza -como sucedió con el dios Serapis, una deidad sincrética greco-egipcia a la que Ptolomeo declaró patrón de Alejandría y dios oficial de Egipto y Grecia, con el propósito de vincular culturalmente a los dos pueblos-.

Paul Poupard lo hace visible en su “Diccionario de religiones”, poniendo en manifiesto que existen pocas diferencias, desde el punto de vista sincrético, entre un aquelarre y otro tipo de júbilo de consideraciones divinas, musicales o festivas. Por eso, Rorro Berjano, apuesta por dilapidar las distancias como citábamos en el párrafo anterior, buscando equivalencias entre la naturaleza de las cosas y el brío personal, suprimiendo las capas superfluas que no entran en su postrimera lógica del ver.

Musas vestidas en nylon, aquelarre pictórico sofocante, horror vacui condensado y concentrado, tipografías que se reconcilian en insignias, en escudos, sudarios publicistas y en un alegato rotundo hacia lo esencial, el origen de las sucesos, la negritud emblemática y los tabernáculos ignorados -hemos de caer en la cuenta de las numerosas menciones abstraídas de la mitología yoruba, como híbrido imaginario y eje cardinal-.

Suburbios, solares, quincalla y underground.

Si unimos la fenomenología callejera, espontánea y subcultural, a medio camino entre los disturbios tropicales del guaguancó, unas zapatillas de alguna marca popular, los toques de una tumbadora con la justa afinación, la quincalla como anomalía de Diógenes, del desecho, su memoria y el reciclaje o las grafías icónicas del underground -anótese que pueden venir de cualquier escritor de graffiti-, el resultado nos invita a hacer de la memoria un registro inflamable que pretende sincretizar (o aliarse contra un enemigo común para subsistir).

Lejos de manías eventuales y discordias pasajeras, el análisis de este ecosistema reverbera esquivando la ridícula inopia de las masas, como tirón de orejas entrópico que dispone de las mismas bases representativas. Quizás para provocar un magnetismo inicial, quizás para usar el lenguaje del status quo vigente o, simplemente, para escribir un diario de nuestras experiencias, tengan el nombre de un bote de espray -me refiero a los clásicos aerosoles Krylon-, de un ensayista de la calle bajo el nombre Juan Carlos Argüello Garzo -el difunto Muelle- o de la filigrana no wave que supone para el mercado la sombra de Jean-Michel Basquiat.

Sacar a la luz un bricolaje sofocante, el ensamblaje kitsch, gazpacho tras las sopas Campbell (esta cita consta de una variación ya que, Fernando Castro Flórez, en su texto “Cuatro notas divagatorias para acercarme a la obra de Rorro Berjano”, habla de “Potaje tras las sopas Campbell”), el camuflaje ultra-barroco y el reciclamiento apócrifo, son los ingredientes perfectos para que el congrí cubano nos salga apetitoso, rico y convierta este misterismo en unas ondas hercianas tan primordiales como los tubos de óleo: la exaltación entronizada del saxofonista John Coltrane o Héctor Lavoe, por ejemplo, así lo merece.

Los salvajes necesitan espacio y materias primas.

En el texto “Autopistas sin límites de velocidad: Rorro Berjano abre caminos” expongo el valor que supone abrirse en canal buscando la extensión adecuada: “Su modesto compromiso creativo manifiesta, categóricamente, un palimpsesto híper-narrativo de coherencia y revelación del folclore, así como los riesgos que conllevan aproximarlos a la poética profana del conocimiento donde, por ejemplo, A. R. Penk y Keith Haring podrían jugar una partida de cartas fratricida”.

Una revolución caníbal de la materia necesita metros cuadrados de superficie, por eso Rorro Berjano se ha pasado gran parte de su vida incorporando nuevas tácticas procesuales en su trabajo, estirando el lugar, viendo qué y qué no, desde los polímeros hasta lo orgánico, desde lo macro para acabar en lo micro (la biósfera del formato posee su propia autonomía), el ready made, desde la escultura, su nuevo encuentro con el complejo e indirecto mundo de la cerámica, la instalación neo-retablística, el ritual como procedimiento de auto-observación, el logos de ultratumba, de rúbricas y reseñas históricas (el diccionario define “logos” como: razón, principio racional del universo; discurso que da razón de las cosas; y, en la teología cristiana, el verbo o hijo de Dios).

La lógica del tótem.

Santos y difuntos se elevan en el solar de una rumba afrocubana, rodeados de rotuladores, machetes, gorras y otros apliques. Alegorías gráficas de los ídolos caídos. Altares laicos por un lado y milagrosos por otro, como herramienta profanamente casuística que da valor a la renovación moderna del fetiche.

La primera vez que se usó ese término fue en el manual “Du culte des dieux Fétiches” de 1760, escrito por el francés, natural de Dijón, Charles de Brosses, con un propósito que fluctuaba en la utilidad real a nivel de acepción técnica, dudando de la supervivencia en su propio provecho mitológico.

Ahí observamos el valor de lo sagrado, sin necesidad de aspavientos o liturgias que sitúen el valor real de la nueva espiritualidad. Por eso, desde una cota animista que invita a la disipación, Rorro Berjano es capaz de anexionar las distintas similitudes establecidas entre la negritud occidental, la desnudez cualitativa de la muerte, el más allá, o el desorden fabuloso y homérico que las tradiciones intentan mantener dentro de un juicio conflictivo y carnavalesco, a través de las distintas máscaras y envoltorios que se hacen visibles.

Desde el análisis antropológico que la cultura barroca de nuestro país nos brinda, guiándonos por una idiosincrasia que se alimenta, como bien apunta Jesús Cosano, de un caribe afro-andaluz centenario y mestizo, hacedor de mucho y desdeñado también por muchos, desenmascara las verdades universales de esa almáciga castiza llamada tradición oficial. Una ancha, vertical, antidemocrática y regularmente chovinista pero, sobre todo, temerosa: un término que ni en la obra ni en el discurso de Rorro Berjano posee hábitat.